Gregorovius Publicado Miércoles a las 20:29 Publicado Miércoles a las 20:29 Le gustaba jugar con el silencio, prefería que el contacto fuera epidérmico, frotaba suavemente mi entrepierna con la yema de los dedos de sus pies, sin quitarme la mirada, masticando sus papas fritas subidas de sal, hasta que el silencio se rompía por el sonido estridente producido al absorber la cañita de su vaso de gaseosa helada, porque era una mujer termodinámica, y con algo tenía que mitigar toda esa energía y calentura que brotaba por sus poros, aunque dudo mucho que ese vaso de gaseosa con tres o cuatro cubos de hielo pudiera surtir efecto. Miraba entonces ella los sachet de kétchup, mayonesa, mostaza, y levantaba las cejas fingiendo admiración, pues solo yo podría comprender su irremediable imaginación. Y es que estábamos conectados por medio de sensores, cables y circuitos que nos trasladaban hacia un pasado cercano, a los recuerdos, allá cuando ella, en el entreacto de la intimidad, extraía (ignoro de dónde) un sachet de kétchup y, con delicadeza, lo surtía encima del preservativo que anteriormente ya había colocado fácilmente con sus propios labios, para luego lamer por donde ella más apetecía acariciar con esa lengua que le gustaba siempre jugar con el silencio. Ella, tanto como yo, admiraba los espejos. Desnuda, se observaba de frente, de perfil, de espaldas, colocándose en la posición que me producía mayor excitación, pues eran sus partes posteriores el límite entre la razón y la locura. Podía perderme entre la circunferencia de sus partes, en su brillante y tersa piel, saboreando con labios y dientes la redondez natural de sus curvas, en la suavidad que convertía en la almohada de mis más húmedos sueños, absorto, admirado y entregado al encanto de su piel, y aun en medio de toda esta sobredosis de placer, podía darme cuenta, cómo ella me miraba a través del espejo, con una sonrisa de media luna, levantando las cejas, en su juego ese de hacerse la inocente, la que fingía admiración, cuando en realidad era consciente del perfecto control que ejercía sobre mí. Le gustaba que la acariciaran con las manos y con la mirada, y uno sobre ella podía encontrar figuras y formas geométricas que terminaban en elipses, parábolas y circunferencias. Su piel entonces resbalaba entre mis manos, que recorrían con el permiso que nos brinda la excitación, y también me permitía reposar suavemente mis labios sobre su espalda, y ya se sentía el temblor desde el cuello hasta el derrier, dándome cuenta, poco a poco, cómo la piel se erizaba al recorrer esa línea marcada que a su vez era mi territorio, y dándose vuelta, ella me pedía que lo volviera a hacer nuevamente, porque en la repetición está el gusto. Por mi parte, respiraba hondo, y atacaba nuevamente con las armas que me había proporcionado mi propia naturaleza, saboreando lo que sería volver a recorrer las exuberantes bondades de esa mujer. Una vez le dije que la amaba, y me dijo que no lo pronunciara, que esas palabras eran el común de la gente y lo que decían todos, pero no todos hacían lo que hacíamos nosotros, y por eso me prefería así, más allá de las palabras y los cumplidos, porque ella solo necesitaba el momento exacto, las manos perfectas para su cuerpo y que la miraran como yo lo hacía, y es que ella consideraba que esas simples exigencias eran mucho más perdurables en el recuerdo que un inmenso te amo. Ciertamente, hablábamos poco, pero qué podrían importar las palabras cuando nos teníamos en frente uno al otro, sabiendo que terminaríamos uno sobre el otro, y viceversa, enredados por todas partes, saboreando, lamiendo, auscultando cada uno a su manera del sexo del otro, oliéndonos como perros sin la más mínima vergüenza, a falta solo de que nos tuvieran que echar agua hirviendo para despegarnos, tal como intentó (en vano) insultarnos una pareja de ancianos cuando la vieron a ella frotándome la entrepierna debajo de la mesa con sus pies desnudos mientras masticaba sus papas fritas y absorbía la gaseosa de su vaso con tres o cuatro cubos de hielo. Yo, lo admito ahora, me sonrojé; ella, libre de culpas, le hizo la señal al viejo de que se la chuparía. Un escándalo más, un escándalo menos, y para la calle. Entonces me coge de la mano, se arregla un poco el pelo, y cruzamos la pista cuando el semáforo se ha puesto en verde, mientras escucho los vulgares silbidos de los conductores, porque ella es mujer de llamar la atención por sus curvas debajo de la cintura, y de nada servirá que le diga que deje de ponerse esos pantalones tan ajustados que resaltan lo que es mi evidente locura, y también la de otros, que siempre están al acecho, porque lo sé, aunque ella me dice que los clientes solo son para el trabajo, pero conmigo es la excepción, que le gusta estar conmigo, y que la abrase fuerte, que vayamos a un hotel no importa dónde ni en qué condición, porque solamente quiere ser feliz y explotar conmigo, porque una vez le susurré al oído que nuestros orgasmos son explosiones que crean universos, y nadie nunca le había dicho algo como eso. Así, pues, en nuestra modestia, conseguimos una habitación con espejos, una habitación mucho más bonita que ese cuartucho donde trabaja y donde la conocí; y en este limpio espejo ella puede verse a la vez, multiplicada, girando la cabeza, desde muchos ángulos, y yo también la veo, y todas, absolutamente todas ellas, son para mí. Me embargan entonces los celos y la codicia, porque aun siendo yo mismo, siento celos de mis reflejos que también la acarician y juegan con sus muslos, sus piernas y todas sus partes. Ella, en efecto, sabe lo que me gusta, y por ello pone más énfasis en moverse haciendo pequeños círculos, que cada vez son más grandes apoyados por un empuje hacia atrás, porque toda acción tiene su reacción de igual intensidad, pero en sentido contrario, hasta que oigo un gemido seco y duro, y los dedos de sus manos van soltando ligeramente las sábanas blancas que hasta hace unos segundos atrás han sido sujetados con todas sus fuerzas. Explosión de universos, digo yo en palabras adecuadas a mi propio entendimiento. Rico, dice ella en la naturalidad de su simpleza. Bocarriba, luego, nos observamos en el espejo empotrado en el techo, y reímos por todo, por nada, y hasta por gusto, porque en mi humildad, le aseguro que hemos tardado más tiempo comiendo hamburguesas con papas fritas que lo que llevamos dentro de esa habitación que nos multiplica con sus espejos. No te preocupes, me dice ella, eso lo arreglo yo, e inmediatamente busca entre su cartera y saca un sachet de kétchup, y yo solo pienso en sus labios, en sus hermosos labios.
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